¿Emperifollarse?

Acompaña a Laia en su descubrimiento de las palabras.

María Mazariegos Lanseros

7/31/20243 min read

No había mucho que hacer esa tarde y Laia deambulaba por la casa de su tía arrastrando los pies. Su abuela la había dejado encargada por unas horas mientras hacía mandados aquí y allá.

—No arrastrés los pies, m’hija. Parecés alma en pena.

Su tía siempre tenía algo que corregirle, como si hubiese nacido con un lapicero rojo en la mano. Bueno, así la imaginaba ella cada vez que le señalaba sus «imperfecciones», como solía llamar su tía a todo aquello que no encajara con lo que tenía en su cabeza.

Justo cuando Laia iba abrir la boca para refunfuñar, aparecieron, entre risitas y aspavientos, sus dos primas mayores. Ambas lucían vestidos, se habían maquillado y hacían muecas frente a sus celulares. Su tía se sobresaltó al verlas. Fijó su vista en el reloj de pared y sacudió una de sus manos de arriba abajo como si se hubiera pegado un martillazo en uno de los dedos.

—¡Ay!, pero si ya es hora. ¡Hay que emperifollarse!

Dicho esto, salió a toda prisa rumbo a su habitación. Al parecer, esa noche tenían una cena importante con personalidades del pueblo. Laia, ajena a todo aquello, se sentó en la banca de madera que daba al patio. Las piernas le colgaban y empezó a moverlas en un vaivén incesante para aplacar su aburrimiento. Enfocó la vista en las caléndulas naranjas y amarillas del jardín, le parecieron bellas. Se preguntaba si ella sería bonita cuando creciera, si también podría emperifollarse como sus primas emperifollarse De pronto, la palabra le resultó curiosa. «Emperifollar emperifollarse emperifollado», pensaba. Esbozó una sonrisa de luna y soltó una risotada escurridiza.

¿De dónde vendría esa palabra? Tan jocosa ahora que la repetía murmurando.

La cerradura de la puerta principal dio tres vueltas antes de abrirse. Laia, embobada con sus cavilaciones, no advirtió que su abuela había llegado. Luego de un breve saludo, respondido solo por las primas, la mujer se asomó al patio.

—¿Ya estás lista? ―preguntó la abuela con su voz sonora.

Laia pegó un brinco. Las palabras que recitaba chocaron de golpe entres sí haciéndose un nudo. Apenas alcanzó a pronunciar un sí casi inaudible.

Después de despedirse de su tía y sus primas, las dos caminaron a casa. Laia, delante, con unos pies ligeros impulsados por la impaciencia. Su abuela, detrás, con unos pies cansados por la edad.

Al cruzar el umbral de la casa, lo primero que hizo Laia fue dirigirse a la estantería donde había algunos libros. Clavó la mirada en un lomo blanco con una franja roja y una rosada. Era un viejo diccionario de pasta dura, cuyas proporciones parecían estar pensadas para sus pequeñas manos. Eso le encantaba. Además, le emocionaba poner en práctica el anacrónico método de búsqueda que había aprendido con la seño Lis. Entre sus páginas buscó la letra E.

—E e en enorgullecimiento, enorme. ―Pasó de la página 190 a la 191―. Enormidad, enotecnia, enquistarse. ¡No!

¡Qué desilusión!, no estaba «emperifollarse». Cerró el diccionario con su dedo todavía en medio de las dos páginas. Dio un resoplido de decepción. Miró las baldosas del piso por unos segundos y volvió a abrir el diccionario en el mismo lugar. En efecto, no aparecía; pero esta vez, con un poco más de calma, notó que no estaba la p. Que, simplemente, de la o pasaba a la q.

—¡Claro! ―exclamó.

La voz de su profesora le resonó en la cabeza: «Antes de p se escribe m», les decía. Ahora sus dedos buscaban unas páginas atrás.

—Em, empeorar, emperezar ¡Aquí está!: emperifollar.

Para su sorpresa, la definición de emperifollar no era más que una palabra: emperejilar.

—¡Puaf! —volvió a resoplar.

Pero qué chasco era ese. Cerró el diccionario con gran desilusión.

—¡Laia! ―gritó su abuela―. Traeme perejil, por favor.

¡Y dale con el perejil! Para colmo, tenía que ir al huerto a cortar la dichosa planta que la había dejado sin entender nada.

Cuando arrancó el perejil, lo observó detenidamente. Era una planta sin mucha gracia. Olía bien, sí; sabía bien, también; pero no era precisamente una caléndula como las de su tía. Volvió a pronunciar la palabra «emperejilar» y mientras lo hacía imaginaba a sus primas sazonadas con perejil rumbo a la cena. No pudo evitar que se le escapara una risita. Empuñó el manojo de perejil y se lo llevó a su abuela.

—¿Y para qué el perejil? —le preguntó Laia.

—Ah, esperate. Ya vas a ver —le dijo su abuela con una mirada pícara—. Ahorita, lavate las manos —le ordenó.

Laia amaba esa mirada, la hacía olvidar cualquier revés. En cuestión de segundos estaba de vuelta. Al acercarse a la mesa, un par de suculentas y coloridas enchiladas, disiparon su frustración. Encima de ellas, su abuela colocaba dos ramitas de perejil para adornar. De repente, los ojos de Laia chispearon como dos galaxias.